domingo, 26 de octubre de 2025

🎮 Los muchachos de "la Amiga"

 (crónica de una epopeya tecnológica de barrio)

4 de marzo de 1991, y en la casa del Colorado Bernardo se estaba gestando una de esas noches que deberían enseñarse en la escuela como patrimonio cultural de la amistad y la inutilidad productiva.

La escena: una mesa con mantel floreado, una tele de tubo que pesaba como un lavarropas y, sobre todo, una Commodore Amiga 500, traída por Martín “Luigi”, el dealer de tecnología del barrio.


Luigi no solo la tenía —lo cual ya era un lujo— sino que la cuidaba como si fuera el Santo Grial con joystick.

“Muchachos, no la toquen por el costado que se recalienta”, advertía, mientras conectaba cables con una precisión quirúrgica que haría llorar de envidia a la NASA.

El resto lo miraba como si estuviera a punto de lanzar el Apolo 13 desde el comedor de Bernardo.

A la izquierda, Héctor, sereno, de remera gris, ese tipo que siempre parece estar bien, aunque lo maten en la primera pantalla. Era el filósofo del grupo, el que decía cosas como “lo importante es divertirse” justo antes de perder por goleada.

A su lado, Gustavo "El meltia", con su camisa a cuadros de combate, tenía el joystick agarrado como si fuera el volante de un Falcon en la autopista a Funes. No hablaba. No pestañeaba. Estaba en trance. Si caía un rayo, el rayo pedía disculpas.

Detrás, Bernardo “el Colorado”, anfitrión del evento, con su remera azul que ya había pasado tres guerras contra el suavizante. El hombre oficiaba de relator y árbitro parcial.

“¡No, no, no, ahí no saltes que te morís, Meltia!”, gritaba con autoridad, sin haber tocado jamás el joystick.

La casa era suya, el equipo no, pero igual daba órdenes con la impunidad que solo da el domicilio propio.

A la derecha, Román, sin remera —porque el calor era tropical y el entusiasmo también— levantaba la mano como si acabara de meter un gol en el Mundial. Era el más expresivo del grupo, el que gritaba “¡eso, eso, eso!” sin que nadie supiera bien qué era “eso”.

Y en un rincón, con mirada de científico loco, Luigi, el dueño del tesoro, el distribuidor oficial de Amiga 500 en la zona.

Tenía más diskettes que el INDEC formularios y un olfato técnico sobrenatural: podía oler un condensador quemado desde tres metros.

El tipo se movía entre cables y transformadores como un cirujano en plena operación, mientras advertía:

“Si se corta la luz, no la desenchufen, que se desconfigura el universo”.

La habitación ardía.

El televisor echaba calor, el transformador zumbaba como un panal de abejas, y el joystick pasaba de mano en mano, sudado, heroico, pegajoso.

Afuera, el mundo seguía girando; adentro, la realidad se medía en píxeles, vidas extra y puteadas amistosas.

No había cerveza artesanal, ni wi-fi, ni memes. Solo risas, cables y juventud en estado puro.

Y mientras el flash de la Kodak inmortalizaba el momento, ninguno de ellos sospechaba que treinta y pico de años después esa foto sería una cápsula del tiempo: la prueba de que hubo una era en que la felicidad cabía entera en una diskettera de 3,5 pulgadas.

De izq. a derecha: Héctor- El Meltia - Bernardo - Román y Luigi 

Porque sí, esa noche en lo de Bernardo, con la computadora Amiga de Luigi y el entusiasmo de todos, se jugó el Mundial de la amistad tecnológica.

Y aunque nadie ganó, todos se llevaron el trofeo más importante:

la certeza de haber vivido algo que ni el tiempo, ni el polvo, ni Windows pudieron borrar.

Facu LU6FPJ 

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