La cuestión es que allá por los gloriosos —y algo herrumbrados— años 80, en la esquina de Ocampo y 1ro de Mayo, el barrio amaneció con una noticia que nos sacudió más que el aumento del boleto: habían abierto una sala de fichines. Así, de la noche a la mañana, como quien abre un quiosco de diarios o un templo budista. Para nosotros, que vivíamos a tiro de piedra, era como si nos hubieran puesto Disneylandia pero con olor a pucho, humedad y poxirán.
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| Ocampo y 1ro de Mayo |
Los muchachos y yo no lo podíamos creer. Caímos en patota la misma tarde que abrió, con la solemnidad de quien entra al Monumento a la Bandera.
El letrero de neón chisporroteaba, medio torcido, como si ya conociera las malas juntas del barrio. Y adentro: Kung-Fu Master, Xevious, Ms. Pac-Man… un panteón de dioses digitales. Cada uno brillando como una promesa que, en el fondo, sabíamos que no íbamos a cumplir nunca, igual que terminar el secundario a término.
Claro que había un detalle: “Prohibido el ingreso de menores”. Esa frase para nosotros funcionaba como un “pase nomás campeón”, pero con adrenalina. La mitad de las tardes las pasábamos más atentos al movimiento de la calle que a las naves enemigas del Xevious. Porque en cualquier momento podía aparecer el enemigo final: el móvil 175, un Dodge 1500 que la comisaría cuarta cuidaba como si fuera una nave espacial soviética.
Por eso, cada tarde, uno de nosotros quedaba de “guardia”. Turno rotativo, democrático, como corresponde, aunque siempre nos daba la sensación de que el azar tenía algo personal contra nosotros. Su misión: pegar el grito si veía venir al 175 aproximándose. Y entonces salíamos disparados como si en vez de pibes fuéramos Carl Lewis escapando.
La sala se llenaba. Caían los pibes de Atalaya, la barra de “La Paz”, y uno que otro colado que venía de estudiar inglés al Fisherton School pero quería hacerse el de barrio. Como no existían los deliverys, los dueños nos hacían un trueque: ellos nos daban fichas y nosotros les íbamos a comprar algo de morfi en la rotisería de la esquina. Yo creo que así nació la economía rosarina alternativa, aunque el Banco Municipal jamás nos reconoció.
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| Ocampo y 1ro de Mayo |
Entre la fauna del barrio estaba: "El Abuelo". Le habían puesto ese apodo en honor al líder de la barra de Boca, Tenía una habilidad digna de patentamiento. Andaba por los techos de chapa y sacaba los clavos con cabeza de plomo. Una paciencia tenía...
El tipo fundía el plomo como un orfebre medieval del subdesarrollo. Lo martillaba hasta dejarlo finito, redondito, y lo recortaba para usarlo como fichas. Era un artista plástico sin museo, un falsificador sin mercado, un emprendedor sin respaldo de Sancor Seguros. Pero cómo funcionaban esas fichitas truchas, mamita querida. El Ms. Pac-Man se las tragaba sin chistar, como si entendiera la necesidad económica del barrio.
La escena final vino una nochecita fresquita, cuando el aire olía a sopa en sobre y al humo del 301. Estábamos todos ahí adentro, entregados a la noble tarea de salvar el mundo pixelado, cuando de golpe escuchamos el grito:
—¡Loco, el 175!
Hubo dos tipos de reacción. Los que teníamos reflejos —o miedo crónico— salimos de raje, casi sin tocar el piso. Y los otros… bueno, los otros quedaron para la foto policial.
Desde la otra esquina vimos el desfile más triste del mundo: una docena de pibes caminando por el medio de la calle, brazos sobre la cabeza, mientras el Dodge los seguía despacito, como si los llevara a un picnic, pero versión comisaría cuarta.
Ahí entendí, no sé por qué, que en el fondo ya estábamos todos destinados a ese tipo de pequeñas tragedias. Que ser pibe en los 80 era un poco eso: correr del 175, jugar con fichas truchas y encontrar la libertad en un joystick prestado. Y que, por suerte, la risa —esa risa medio amarga, medio piola— siempre llegaba para salvar la tarde.
Porque si algo nos dejó ese barrio es la certeza de que, pese a todo, siempre vale la pena quedarse del lado de los que huyen a tiempo. Aunque sea para poder contarlo después.
Facu LU6FPJ

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