A veces me pregunto —cuando agarro por Ovidio Lagos bien al fondo, donde se le empiezan a ver las costuras a la ciudad— en qué estábamos pensando aquella vez que cambiamos una PC nuevita por una antena parabólica usada, desarmada y probablemente oxidada en los lugares más importantes. Pero en aquel entonces, uno era joven, entusiasta y peligrosamente optimista, que es el estado más cercano a la inconsciencia.
La cuestión es que fuimos con Kato, mi hermano de aventuras tecnológicas, a encontrarnos con un radioaficionado.
El tipo nos había prometido una antena parabólica “en excelentes condiciones”, lo cual, ya en Rosario, quiere decir que no la usaron de parrilla, pero tampoco mucho más.
Cuando llegamos al lugar… mamita querida.
Un descampado lleno de parabólicas apuntando para lados distintos: algunas al cielo, otras al vecino, una al mismísimo hornero que estaba armando nido adentro.
Entramos a una especie de oficina hecha con chapas, donde el calor pegaba bastante.
Ahí adentro había videocaseteras, cables, televisores, transformadores, mastodontes electrónicos que parecían sacados del museo de tecnología obsoleta del sótano de Canal 5.
Resulta que el lugar era un "cable", y el dueño —un tal “Ingeniero”, pero dicho así, sin título universitario— nos recibió como si fuésemos inspectores, cosa que nos infló el ego por veinte gloriosos segundos.
Le entregamos la PC, él miró la caja con orgullo paterno y dijo:
—Muchachos, me tengo que ir un ratito. ¿Me hacen el aguante?
Si se para alguna videocasetera, ustedes pónganle play. No quiero que ningún vecino se quede sin ver la película.
Y ahí quedamos Kato y yo, a cargo de una infraestructura en pleno funcionamiento, con la misma responsabilidad operativa que el Chacho Coudet cuando le dieron el banco de Central: intentar que todo siga andando aunque nadie crea que es posible.
Cada tanto una videocasetera hacía clac, se detenía y emitía un suspiro cansado. Y ahí íbamos nosotros, dos pibes con menos formación audiovisual que un televisor blanco y negro, tocando botones con la solemnidad de controladores de vuelo.
Porque no era cuestión de que, por nuestra culpa, una señora del barrio se quedara sin saber si Richard Gere se quedaba al final con la chica.
Finalmente el Ingeniero volvió, nos dio la parabólica desarmada (que pesaba como si adentro llevara un Fiat 600) y nos deseó suerte como quien despide a soldados rumbo a la guerra.
Volvimos y con la ayuda de nuestros ídolos barriales:
El Tokie, que podía arreglar cualquier cosa siempre y cuando se le diera una razón para hacerlo; El Cocho, maestro del equilibrio dudoso; y Willy LU7FIA, radioaficionado de los de verdad, de esos que pueden hablar con un astronauta o con un pescador de Arroyo Seco con la misma naturalidad.
Willy tenía esa paciencia mansa de quien escuchó miles de voces rebotar en la atmósfera y aprendió que detrás de cada ruido hay una historia.
Cada vez que ajustaba un cable o revisaba una ficha, parecía hacerlo con un cariño especial, como si estuviera acariciando la memoria de todas las señales que había capturado en su vida.
Para nosotros, era algo así como un maestro zen del dial...
Entre los cinco subimos a la terraza gajo por gajo, como quien sube un santo a un altar.
Ahí la armamos, la ajustamos con esa mezcla de cariño y torpeza que uno pone cuando arma algo importante sin saber del todo cómo, y empezamos a apuntarla al cielo.
Al principio no enganchaba nada. La girábamos un poco, se caía una arandela.
La girábamos más, aparecía un colombiano predicando la salvación eterna.
La movíamos un centímetro y encontrábamos un noticiero japonés que informaba sobre un tifón que jamás nos iba a afectar pero igual nos preocupaba.
En otro satélite apareció un partido de fútbol con relato árabe, que igual entendimos perfecto porque el lenguaje universal del “casi gol” no necesita traducción.
Y así, en esas noches de terraza, mate lavado y cables al aire, descubrimos que el mundo estaba lleno de señales.
Un montón de transmisiones lejanas a las que uno trata de darle sentido mientras ajustaba tuercas oxidadas.
A veces pienso que la parabólica nunca funcionó del todo bien.
Pero, aun así, nos regaló algo que no sabíamos que estábamos buscando:
esa certeza tan nuestra de que, si uno apunta lo suficientemente alto, alguna señal encuentra.
Y que vale la pena seguir intentando, incluso cuando el dial parece vacío,
porque siempre hay algo esperando ser descubierto, aunque llegue débil y de rebote.
Y todavía hoy, cuando miro al cielo, si la noche está limpia y los perros del barrio no están ladrando al pedo, me parece escuchar a lo lejos la voz del Ingeniero diciendo:
—Muchachos… si se para la videocasetera, pónganle play.
Facu LU6FPJ











0 comentarios:
Publicar un comentario