Hubo una vez un grupo de muy jóvenes entusiastas de las ciencias y la electrónica.
El cuartel central donde ocurría la magia —o lo que ellos insistían en llamar
magia, porque la mitad de las veces no sabían si iba a andar o si iba a
explotar algo— era el que bautizaron “el
cuarto de la cafeína”.
En realidad, el cuarto de la cafeína no era más
que el galpón en la casa de Cocoliso,
amigo de el que todos conocían como “el
Samurái”. Radioaficionado, curioso y dueño de esa habilidad para
soldar que hacía que pareciera fácil lo que no lo era. Esa curiosidad
peligrosa, mezcla de ciencia, mate lavado y aburrimiento rosarino, que hace que
uno termine investigando cosas que quizás, solo quizás, no figuraban en el
manual de uso responsable de la tecnología.
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| El cuarto de la cafeína |
El galpón era un pequeño santuario electrónico: estanterías repletas (Entre otras cosas) de componentes, cables de colores que se enredaban solos, transformadores que daban miedo tocarlos y un olor constante a soldador caliente que, para ellos, era lo más parecido al perfume del conocimiento. Entrabas y sabías que ahí adentro podía pasar cualquier cosa: desde arreglar un handy hasta descubrir, casi por accidente, cómo convencer a una tarjeta de teléfonos públicos de que no había visto nada y que, por lo tanto, podía seguir funcionando sin límite.
Por supuesto, ellos siempre hablaban de “experimentos”
que sonaba más científico, más legal, más de National Geographic. Y además
evitaba explicaciones incómodas si alguien preguntaba.
Además del Samurái y Cocoliso, estaban varios compañeros
más: Pistón Loco, Pixel y Dedo Curioso.
Un elenco estable que parecía sacado de una novela de Fontanarrosa, pero con
menos talento literario y muchísimos más destornilladores y códigos fuente.
Cada uno aportaba algo distinto al ecosistema
del cuarto de la cafeína:
·
Pistón
Loco, que tenía una puntería especial para encontrar el único cable
que no había que tocar.
·
Pixel,
capaz de desarmar cualquier cosa, incluso cosas que no hacía falta desarmar.
·
Dedo
Curioso, un tipo callado pero con esa mirada que indicaba que estaba
tres ideas más adelante que todos los demás… o que se estaba acordando de algo
que había olvidado quién sabe dónde.
Era un equipo imperfecto, caótico y
absolutamente genial. Un grupo que, si lo mirabas desde afuera, parecía que estaban por fabricar un rayo
desintegrador para vengar la derrota de Central del ’92, o al menos
algo que ameritara la intervención inmediata de los bomberos o la policía.
Pero no eran más que un puñado de pibes curiosos, con una leve tendencia a
meter mano donde no correspondía, siempre en nombre de la ciencia, por
supuesto.
En ese ambiente se gestó “el descubrimiento”: la revelación técnica que les permitiría hablar por teléfono público sin mirar la hora. Un pequeño ajuste, un golpe de ingenio, un toque creativo que hoy se llamaría hackeo, pero que en aquel entonces —y por cuestiones legales, morales y de supervivencia futura— preferían denominar “una mejora del sistema por observación empírica”.
Muchos detalles de cómo se llegó al éxito me
los guardo, tal vez para una segunda parte… o para cuando prescriba todo, viste
cómo es. Pero la cuestión es que, en un momento, ya estaban tan embalados que
hasta habían logrado cambiar el mensaje del display. Un
triunfo tecnológico rotundo, de esos que te inflan el pecho.
Eso sí: lo dejaron como estaba inmediatamente,
apenas vieron que funcionaba. No fuera cosa que algún supervisor de la compañía
se avivara y empezara a preguntar por qué en vez de “Levantá el tubo” decía
“Hola mamá”.
Después vino la etapa de pruebas, esa donde
cada uno hizo lo que cualquier joven responsable y sensato haría con un recurso
telefónico ilimitado:
·
Algunos probaron llamando a familiares fuera del país, para asegurarse de
que el sistema funcionara internacionalmente, pura rigurosidad científica.
·
Otros —los que dominaban bien el inglés, o
creían dominarlo— se dedicaron a llamar números al azar en las Islas Malvinas, quizá como un
intento personal de relaciones exteriores.
·
Y el resto aprovechó para hablar con la novia,
charlar un rato, estirar la conversación y disfrutar de ese lujo impensado en
los tiempos en que cada minuto de teléfono costaba más que un choripán en la
costanera.
Fue un carnaval de voces, risas y
descubrimiento adolescente, Porque, al final, eran apenas un puñado de pibes
en un galpón, convencidos de que estaban empujando los límites de la electrónica
y la programación…
Pero qué bien que la pasaban, che.









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