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Bloopers Informáticos de los 90

Este documento que tengo aquí, señoras y señores, no es cualquier PDF. Es una crónica de guerra, un monumento al infortunio, una obra de arqueología digital con la firma de un combatiente de primera línea: Maxi de DMA Informática.

El archivo "Bloopers Release 08-95" no es solo un documento; es el testimonio de que, en los albores de la computación personal, la tecnología nunca fue el problema, sino la desesperación humana y el abismo de incomprensión que separaba al técnico del usuario promedio.

La Épica Tragedia de los Noventa

Este compilado, con el tono amargo del que ya lo ha visto todo, narra el calvario de tener que explicarle a un cliente que el monitor color no era aquel que daba "Ámbar y negro" , o el desquicio de un tipo que desarma un disco rígido de 40Mb porque "se le salió una chapita" y, peor aún, lo vuelve a armar después de haber "centrado el eje". ¡El disco rígido centrado, como una rueda de bicicleta! Un acto de fe tan grande que solo pudo terminar en el manicomio más cercano.

Y ni hablemos del usuario que, frente al mensaje "PULSE RETURN PARA CONTINUAR" , interrumpe al técnico para demostrar que al escribir literalmente la palabra "return" no pasa nada. ¡A la mierda con la lógica binaria! Acá valía más un rosario que el manual de comandos.

Los Protagonistas de la Derrota

En esta galería de la infamia informática, brillan varias figuras estelares:

  1. El Comando Absurdo: Se menciona un código de programación llamado SCRAWER 1.0 |) LUCK. No es solo un programa; es la filosofía pura de la época. El programador ya entendía que a su código había que ponerle un LUCK (suerte) en la versión, porque la única forma de que eso anduviera en la máquina de un cliente era si intervenían las fuerzas cósmicas. El código fuente de la frustración.

  2. Mr. Plastilina: Un personaje recurrente que, para borrar una mugre del disco rígido, ejecuta KILL C: desde el directorio raíz. El resultado, a los 20 segundos: un disco C: VACÍO!!!. Pero el momento cumbre de este genio es cuando están transmitiendo un archivo a Uruguay, y él, al escuchar que "estamos hablando con Carlos" (por módem), corre al teléfono de abajo, levanta el tubo y grita: "¡HOLA CARLOS!!!". La puteada que se escuchó del otro lado fue una sinfonía de la desazón internacional.



La Saga del Videojuego y la Fe

En el reino de los videojuegos, el usuario no se queda atrás en su capacidad de asombro. Hay un pibe que viene a comprar el juego de un bichito que come cositas por un laberinto (el Pac-Man), y al día siguiente vuelve para pedir que le enseñen a jugarlo. O el cliente que pregunta por un juego de karate (Le recomiendan Budokan) y, con genuina curiosidad, pregunta: "¿Y de qué se trata?".

Pero el episodio que trasciende lo digital para meterse en lo teológico es el del juego Monkey Island II. Un chico lo compra, y a los tres días vuelve a pedir que se lo cambien. ¿La razón? El juego tiene elementos de brujería y hechizo vudú, y él responde, con una seriedad que congela el alma del vendedor: "Porque nuestra religión no lo permite". Ante el dilema moral, el vendedor, en un rapto de locura pura, le responde: "Y... nosotros qué culpa tenemos, hacete ateo".


En fin, una joya.

Conservo esta recopilación de bloopers, originalmente creada por Maxi de DMA Informática. No se equivoque, estimado lector, esto no fue un mero copy-paste. Maxi se tomó el duro trabajo de rastrear y recopilar estas perlas de la estupidez humana digital de diferentes fuentes de la época, cuando el internet era un ruido infernal y la información se cazaba con paciencia de orfebre. Es un muestrario antropológico de la perplejidad frente a la máquina, y está disponible para quien quiera sumergirse en él. Pida sin miedo, que es gratis.


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🧠 El Virus PHX: cuando la venganza se compilaba en assembler

Hubo virus informáticos que buscaron conquistar el mundo, otros que quisieron destruirlo, y después estuvo PHX, un virus argentino que solo quería vengarse.
Sí, señor: una especie de tango binario con rencor incluido.
El creador, conocido como Armagedon (porque “Juan Pérez” no sonaba tan apocalíptico), programó ese bicho en los gloriosos años 90. Según confesó, lo hizo para vengarse de un sujeto que le había jugado una mala pasada con un programa. En vez de insultarlo por teléfono o escribirle una carta documento, decidió inventar un virus. Así éramos los argentinos: creativos hasta para odiar.

⚙️ ¿Qué hacía el virus?
El PHX (también conocido como Willistrover III por el Scan, que lo bautizó sin pedir permiso) infectaba archivos .EXE y .COM, pero no de manera salvaje. No. El tipo era paciente.
Primero se instalaba, se escondía, se acomodaba y anotaba cuántas veces se había instalado en un cuadernito que guardaba en la CMOS (esa partecita de la compu donde uno esperaría encontrar algo más útil, como la hora).
Cuando llegaba a 128 instalaciones, recién ahí decía:

“Bueno, me cansé de esperar. Hora de hacer macanas.”
Y empezaba su obra maestra: corrompía el último byte de cada archivo grabado, pero solo el bit más alto.
Nada de destruir todo de una —no, no— el PHX tenía clase. Era un virus sutil, un artista del daño paulatino. Un tipo que te arruinaba el disco como quien le echaba agua a la sopa: despacito, sin que se notara.

🔬 Detalles técnicos que nadie pidió pero igual contamos
Se instalaba en memoria usando la interrupción 21h, porque en los 90 todo lo bueno pasaba por ahí.

Engañaba al sistema haciéndose pasar por parte del DOS: le ponía de nombre IBMDOS.COM, como quien se disfraza de colectivero para no pagar boleto.

Usaba el puerto 3E4h para buscar algo misterioso, una especie de “tarjeta perdida del enemigo”. Si ese puerto respondía, empezaba a frotarse las manos digitales.

Tenía un contador de generaciones, porque hasta los virus querían dejar descendencia. Los ejemplares hallados tenían más de once generaciones, lo que demostraba que la genética del rencor era fuerte.
Solo funcionaba en procesadores 286 o superiores, porque el tipo tenía su dignidad: nada de rebajarse a correr en una XT.

🧩 El misterio del “PHX”
El virus se activaba si en el entorno de la computadora había un string que terminaba en “PHX”.
Qué significaba, nadie lo supo. Podía ser una sigla, un apodo o las iniciales del perro del enemigo.
El hecho es que el virus buscaba algo, como un sabueso digital que no encontraba la zapatilla pero igual mordía al que pasaba.

💣 Conclusión
El PHX no fue el más peligroso, pero sí uno de los más creativos.
No quería destruir el mundo: quería arruinarle el día a una persona en particular, lo cual era mucho más humano.

Como dijo una vez un filósofo de taller informático:

“El odio bien dirigido es más eficiente que cualquier inteligencia artificial.”

Así que ya se sabía: cuando una computadora se portaba rara, no había que pensar en hackers rusos ni en virus chinos.
Capaz que era un argentino de los 90 que todavía andaba buscando justicia… bit por bit.

Facu LU6FPJ 

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🎮 Los muchachos de "la Amiga"

 (crónica de una epopeya tecnológica de barrio)

4 de marzo de 1991, y en la casa del Colorado Bernardo se estaba gestando una de esas noches que deberían enseñarse en la escuela como patrimonio cultural de la amistad y la inutilidad productiva.

La escena: una mesa con mantel floreado, una tele de tubo que pesaba como un lavarropas y, sobre todo, una Commodore Amiga 500, traída por Martín “Luigi”, el dealer de tecnología del barrio.


Luigi no solo la tenía —lo cual ya era un lujo— sino que la cuidaba como si fuera el Santo Grial con joystick.

“Muchachos, no la toquen por el costado que se recalienta”, advertía, mientras conectaba cables con una precisión quirúrgica que haría llorar de envidia a la NASA.

El resto lo miraba como si estuviera a punto de lanzar el Apolo 13 desde el comedor de Bernardo.

A la izquierda, Héctor, sereno, de remera gris, ese tipo que siempre parece estar bien, aunque lo maten en la primera pantalla. Era el filósofo del grupo, el que decía cosas como “lo importante es divertirse” justo antes de perder por goleada.

A su lado, Gustavo "El meltia", con su camisa a cuadros de combate, tenía el joystick agarrado como si fuera el volante de un Falcon en la autopista a Funes. No hablaba. No pestañeaba. Estaba en trance. Si caía un rayo, el rayo pedía disculpas.

Detrás, Bernardo “el Colorado”, anfitrión del evento, con su remera azul que ya había pasado tres guerras contra el suavizante. El hombre oficiaba de relator y árbitro parcial.

“¡No, no, no, ahí no saltes que te morís, Meltia!”, gritaba con autoridad, sin haber tocado jamás el joystick.

La casa era suya, el equipo no, pero igual daba órdenes con la impunidad que solo da el domicilio propio.

A la derecha, Román, sin remera —porque el calor era tropical y el entusiasmo también— levantaba la mano como si acabara de meter un gol en el Mundial. Era el más expresivo del grupo, el que gritaba “¡eso, eso, eso!” sin que nadie supiera bien qué era “eso”.

Y en un rincón, con mirada de científico loco, Luigi, el dueño del tesoro, el distribuidor oficial de Amiga 500 en la zona.

Tenía más diskettes que el INDEC formularios y un olfato técnico sobrenatural: podía oler un condensador quemado desde tres metros.

El tipo se movía entre cables y transformadores como un cirujano en plena operación, mientras advertía:

“Si se corta la luz, no la desenchufen, que se desconfigura el universo”.

La habitación ardía.

El televisor echaba calor, el transformador zumbaba como un panal de abejas, y el joystick pasaba de mano en mano, sudado, heroico, pegajoso.

Afuera, el mundo seguía girando; adentro, la realidad se medía en píxeles, vidas extra y puteadas amistosas.

No había cerveza artesanal, ni wi-fi, ni memes. Solo risas, cables y juventud en estado puro.

Y mientras el flash de la Kodak inmortalizaba el momento, ninguno de ellos sospechaba que treinta y pico de años después esa foto sería una cápsula del tiempo: la prueba de que hubo una era en que la felicidad cabía entera en una diskettera de 3,5 pulgadas.

De izq. a derecha: Héctor- El Meltia - Bernardo - Román y Luigi 

Porque sí, esa noche en lo de Bernardo, con la computadora Amiga de Luigi y el entusiasmo de todos, se jugó el Mundial de la amistad tecnológica.

Y aunque nadie ganó, todos se llevaron el trofeo más importante:

la certeza de haber vivido algo que ni el tiempo, ni el polvo, ni Windows pudieron borrar.

Facu LU6FPJ 

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🎮 La Rosario de los Jueguitos

Había una época —allá por los gloriosos ochenta y un cachito de los noventa— en que la palabra “download” todavía no existía, y los sábados en Rosario tenían un ritual más sagrado que el asado: ir a grabar jueguitos.

Uno salía con el datasette o los diskettes bajo el brazo como quien lleva un bebé a bautizar. Caminabas por el centro con el cassette virgen bien rebobinado, la lista de títulos anotada en birome azul (“Yie Ar Kung Fu, Abu Simbel Profanation, Green Beret...”) y la ilusión de volver a casa con algo que ande.


🏢 Las catedrales del vicio digital

Compumática y PacMan Games

En la Galería Santa Fe, una al lado de la otra, estaban las dos misas principales del sábado.

En Compumática te atendía una banda de tipos que sabían más de Commodore que el propio Jack Tramiel. Te recomendaban, te explicaban, te tipeaban la etiqueta en máquina de escribir (¡en máquina de escribir, papá!).

Al lado, PacMan Games, era más “popular”: ahí todo estaba bueno. Pedías un chamullo injugable y te decían “sí, ese está bárbaro, mejor que el Ghosts’n Goblins”.

Enfrente de los locales había una columna espejada, y era inevitable: te descubrías reflejado, con cara de satisfacción y un cassette TDK en la mano, pensando “soy feliz”.


On Line Software

Después estaba On Line, primero en la Galería Córdoba y más tarde en Vía Florida.
Era como la NASA de los jueguitos. 
Ahí estaban Willy y su equipo. Tipos que sabían tanto que podían revivir un disquete a fuerza de editor hexadecimal y fe.

De izq. a derecha: Kato, "La chica del Doom", Willy y LU6FPJ
Los sábados, On Line era un hormiguero humano: pibitos con mochilas llenas de cintas, madres y padres resignados sosteniendo cables, y un aire a locura colectiva por el último juego de Ocean.

Más tarde abrieron New Line Computación, en Zeballos y Callao, donde además de juegos vendían hardware y Commodores Amiga. Era la evolución natural: del cassette al rígido, de la galería al mostrador.

La Cueva, en Entre Ríos 1071… un nombre perfecto, porque aquello no era un local: era un ecosistema subterráneo de bits, soldaduras y café recalentado.
El comandante del refugio era Carlos Arakaki, más conocido en la fauna rosarina como Japo o Kato —según la confianza o la época—, un tipo capaz de resucitar una computadora con lo mismo que otro usaría para arreglar una radio Spika.

En La Cueva se hacía de todo: desarrollo de software, hardware artesanal, y sobre todo, reparaciones imposibles.
Era el lugar donde las computadoras iban a confesarse.
Entraban con pantallas en negro y pitidos lastimeros, y salían, milagrosamente, funcionando.
El Japo no te daba presupuestos: te daba esperanza.

Había cables colgando, plaquetas abiertas, olor a estaño y esa música eléctrica del transformador que nunca se apaga.
Si el On Line era el MIT rosarino, La Cueva era su laboratorio secreto, donde las máquinas sobrevivían gracias al pulso firme y al ingenio japonés-rosarino de Kato.
Un lugar donde no se hablaba de marketing ni de ventas:
ahí se hablaba de vida o muerte… de las computadoras, claro.

 


Compufer

En Catamarca 1110 vivía otro mito: Compufer.
Lo atendía un tipo de bigotes, nobleza bruta y facturas escritas a mano con letra de médico.
El lugar era un quilombo hermoso: cables por el piso, olor a soldadura y monitores Hércules blanco y negro que te dejaban la vista como si hubieras mirado un eclipse sin protección.
Ahí muchos compraron su primera 286, o cambiaron su MSX por un disco rígido de 40 MB (un lujo que pesaba más que un ladrillo).


TodoComputación, D.M.A. y Ramdisk

En la misma Galería Vía Florida, TodoComputación atendido en algun momento por un personaje mitico, Claudio Martignioni, que hoy sería considerado ingeniero de nostalgia aplicada.

Claudio Martignioni en D.M.A
Eso sí que era otra cosa. Nada de jueguitos ni aventuras intergalácticas: ahí se hablaba en serio, con tornillos, jumpers y olor a plástico nuevo.

Era el templo del hardware y los insumos para PC, donde las cajas de diskettes se apilaban como ladrillos y los cables IDE colgaban cual guirnaldas navideñas.

Su dueño, Daniel, tenía ese aire de tipo que ya había visto de todo: placas, fuentes quemadas y usuarios que juraban que “no toqué nada”.

Si necesitabas una disquetera, una fuente AT o una impresora que pesaba más que un lavarropas, ahí estaba la salvación.

Nada de magia, puro fierro y repuesto.

TodoComputación era el taller mecánico del mundo informático:

Vos entrabas con una computadora, y salías con media docena de componentes nuevos “por las dudas”.

Y aunque no entendieras del todo lo que te vendían, salías contento, porque te habían tratado como a un colega… o al menos como a alguien que sabía qué era un puerto paralelo.

A pocos metros, D.M.A., Ah, D.M.A. Shareware… no vendían jueguitos, no señor.
Era un local para los que ya habían colgado el joystick y se sentían medio ingenieros.
Allí no había Street Fighter ni Lotus Turbo Challenge: había compresores, antivirus, utilitarios, y esas cosas que uno instalaba sin entender del todo, solo porque hacían ruido a “profesional”.

Los hermanos K, eran los guardianes de ese pequeño templo de la productividad digital.

D.M.A. era como la versión rosarina de Silicon Valley, pero con mate y olor a estaño.
Un lugar donde los disquetes se apilaban como medialunas y cada programa parecía prometer que ibas a hacer algo importante… aunque al final lo único que hacías era comprimir archivos y sentirte un poquito Bill Gates del barrio.

DMA Informática 

Y en la Galería Rosario, ahí te esperaba el mismísimo Ramdisk, con Pachone al frente (sí, el hombre estaba en todos lados, probablemente el primer “franquiciado” de la historia gamer local).

Local 121, planta alta. La fila daba vuelta la galería. Uno esperaba mirando revistas Micromanía, mientras de fondo se oía el clic-clic de los datasettes y el “¡uy, se cortó la cinta, pasame otro TDK!”.


Computational-3, Pitágoras y otros templos

En la cortada Barón de Mauá, Computational-3 era casi una universidad. Vendían para ZX Spectrum, CZ y PC XT.
Ahí uno aprendía que el “LOAD” iba con comillas y coma, ocho, uno.


En la
Galería Mercurio, Pitágoras, atendido por Oscar, mezclaba juegos con programas educativos, por si algún padre controlaba demasiado. (“Es para aprender matemática, ma”).

Y claro, también estaba Data 44 en Alberdi, donde algunos juraban que daban clases de BASIC, aunque la mayoría iba por los juegos igual.


📼 El rito del sábado

El sábado a la mañana era sagrado.
Uno se levantaba temprano, desayunaba apurado y se iba al centro.
Volvías con cuatro cassettes y la promesa de una tarde de felicidad digital.
A veces no cargaban (“?SYNTAX ERROR”), pero no importaba: ya el hecho de ver las rayas de colores en el televisor y escuchar ese chillido infernal era suficiente.

Había algo de comunidad, de club no oficial.
Te cruzabas siempre a los mismos: el pibe del barrio con su General Electric, el del Amiga con aire de superioridad, el del Spectrum que decía que “los gráficos no importan, lo que importa es la jugabilidad”.
Y después, todos terminaban en el mismo club o bar, comentando los juegos nuevos.


💾 Época de oro

De esa Rosario no quedan casi fotos.
No había celulares ni redes; los únicos backups eran los recuerdos, grabados en la cinta magnética de la memoria.
Pero si hoy, caminando por la peatonal, pasás frente a una galería vacía y escuchás en tu cabeza un piiii-piii-chiiiiiii, no te asustes:
No es un fantasma digital, es tu memoria haciendo
LOAD "nostalgia",8,1.

Y por unos segundos, mientras el sonido se mezcla con el ruido del tránsito y el eco de tus pasos, se vuelve a escuchar el murmullo de los sábados, las risas, los datasettes rebobinando y esa ansiedad mágica de esperar que el juego cargue sin error.

Porque aquella Rosario, con sus galerías, sus nerds y sus pioneros de la informática artesanal, sigue ahí… en algún sector oculto del disco rígido del corazón.

Probablemente me esté olvidando de más personas, locales y anécdotas —la memoria también tiene bad sectors—, pero iré actualizando esta historia a medida que me acuerde… o me lo recuerden.

Facu LU6FPJ





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Load “Mi historia con las computadoras y los videojuegos”,8,1

A veces me preguntan cómo empezó todo esto de las computadoras, y la verdad es que no hay una sola respuesta. Es una mezcla de curiosidad, cables, pantallas en blanco y negro y muchas horas tipeando líneas de código que a veces ni funcionaban.

Esta es una muy breve autobiografía sobre mi paso por el mundo de las computadoras y los videojuegos. Seguramente olvide muchos detalles —y algunos me los guardo para no aburrir—, pero va dedicada a todos los que vivimos aquella época, y en especial a quienes fueron colegas, clientes y compañeros de aventuras digitales.
Quizás algún día escriba una segunda parte, más completa y prolija.


Los primeros bits

Todo comenzó junto a mi hermano mayor, cuando compramos nuestra primera computadora: una Timex Sinclair 1000, en una casa de computación de la calle Maipú (¿cómo se llamaba?). Tenía 2 KB de RAM, imagen en blanco y negro y sin sonido. Una maravilla para su tiempo, aunque hoy nos parezca imposible hacer algo con tan poco.

En la escuela primaria a la que iba (C.C.Vigil), tener una computadora era casi una rareza. Recuerdo a una compañera que tenía una Texas TI99/4A —color y sonido, toda una evolución—. Intercambiábamos juegos escritos en BASIC, que había que tipear línea por línea. La mayoría no funcionaban, claro, por incompatibilidades. Pero esa era parte de la magia: el intento, el error y la satisfacción cuando, por fin, aparecía algo en pantalla.

Después de la Timex llegó justamente la Texas TI99/4A, y más tarde la Spectrum, que compramos en Alas Computación, sobre Avenida Pellegrini en una Galería. Luego vino la Commodore 64, con su inseparable datasette, y más adelante una disquetera 1571 (la del Commodore 128) y el mítico cartucho Fastload.

El Fastload para la Commodore 64 era un accesorio fundamental: aceleraba drásticamente los tiempos de carga —hasta cinco veces más rápido que el sistema estándar— y además incluía utilidades muy útiles para manejar los disquetes, como copiar, formatear o ver el directorio sin borrar el programa en memoria. También ofrecía herramientas de depuración y edición en código máquina, e incluso podía desactivarse fácilmente si algún software no era compatible. Una verdadera joya técnica para su tiempo.

Hasta que llegó la Commodore Amiga 500… y ahí sí: fue una locura. Gráficos, sonido, animaciones. Un antes y un después.


Del hobby al trabajo

El salto a las PC ya me encuentra con recuerdos mezclados: no sé si fue primero una XT o una 286, pero sí recuerdo que no tenía disco rígido y usaba un monitor Hércules. Desde ahí, la evolución fue constante.

Con el tiempo llegaron los días de La Tinto (Entre Ríos 1075) y después La Cueva, justo al lado, en el 1071.

F1 "Ayuda"


Ahí comenzaron mis días como técnico reparador: desoldar, soldar, probar chips, revivir computadoras. Pasaron por mis manos Commodore 16, 64, 128, Amiga 500, 600, 1200, 3000, además de Atari, MSX, Spectrum, y muchas más.

Solía ir a buscar las máquinas a Todocomputación, en la galería Vía Florida, para repararlas y luego devolverlas funcionando. También trabajé en Online Software, primero en el local 18 y luego en el 35, cuando se mudó al fondo.

Le decíamos “la galería de la computación”, porque estaban todos:

  • Todocomputación, que vendía insumos y hardware,
  • DMA, que ofrecía software shareware,
  • y Online, dedicada a los juegos.
    Era casi un pacto de caballeros: cada uno en lo suyo, compartiendo la misma pasión.
    Todocomputación


Clientes, amigos y anécdotas

Entre los clientes recuerdo a Roberto Fontanarrosa, que traía a su hijo a comprar juegos. También al técnico que manejaba el láser del boliche Space, donde, en una pantalla gigante, pasaban saludos y efectos generados con una Spectrum.


Un día preparé varias animaciones en una Commodore Amiga 500, las grabé en VHS y se las llevé para que las pasaran en el boliche.
Ver esas imágenes en la pantalla gigante, rodeado de amigos, fue un momento que nunca olvidé.

On Line Software, Galería Vía Florida Local 35

Tiempo después, junto a mi amigo Jorge Ramos, salimos en una nota del diario La Capital sobre la primera edición del GTA. Hoy puede parecer algo normal, pero en su momento el juego generó mucha polémica por su contenido violento.


Epílogo (por ahora)

Podría seguir contando anécdotas por horas, pero prefiero dejar acá esta primera parte.
Invito a quien lea esto a dejar su recuerdo, historia, anécdota o foto de aquella época.
Un saludo muy especial para Carlos y Willy, y para todos los que compartieron conmigo esta increíble aventura digital.



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