Había una época —allá por los gloriosos
ochenta y un cachito de los noventa— en que la palabra “download” todavía no
existía, y los sábados en Rosario tenían un ritual más sagrado que el asado: ir
a grabar jueguitos.
Uno salía con el datasette o los
diskettes bajo el brazo como quien lleva un bebé a bautizar. Caminabas
por el centro con el cassette virgen bien rebobinado, la lista de títulos
anotada en birome azul (“Yie Ar Kung Fu, Abu Simbel Profanation, Green
Beret...”) y la ilusión de volver a casa con algo que ande.
🏢 Las catedrales del vicio digital
Compumática y PacMan
Games
En la Galería Santa Fe, una al
lado de la otra, estaban las dos misas principales del sábado.
En Compumática te atendía una banda de tipos que sabían más de Commodore
que el propio Jack Tramiel. Te recomendaban, te explicaban, te tipeaban la
etiqueta en máquina de escribir (¡en máquina de escribir, papá!).
Al lado, PacMan Games, era más “popular”: ahí todo estaba bueno. Pedías
un chamullo injugable y te decían “sí, ese está bárbaro, mejor que el Ghosts’n
Goblins”.
Enfrente de los locales había una
columna espejada, y era inevitable: te descubrías reflejado, con cara de
satisfacción y un cassette TDK en la mano, pensando “soy feliz”.
On Line Software
Después estaba On Line, primero
en la Galería Córdoba y más tarde en Vía Florida.
Era como la NASA de los jueguitos. Ahí estaban Willy y su equipo. Tipos que sabían tanto que podían
revivir un disquete a fuerza de editor hexadecimal y fe.
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| De izq. a derecha: Kato, "La chica del Doom", Willy y LU6FPJ | 
Los sábados, On Line era un hormiguero
humano: pibitos con mochilas llenas de cintas, madres y padres resignados
sosteniendo cables, y un aire a locura colectiva por el último juego de Ocean.
Más tarde abrieron New Line Computación,
en Zeballos y Callao, donde además de juegos vendían hardware y Commodores
Amiga. Era la evolución natural: del cassette al rígido, de la galería al
mostrador.
La Cueva, en Entre Ríos
1071… un nombre perfecto, porque aquello no era un local: era un ecosistema
subterráneo de bits, soldaduras y café recalentado.
El comandante del refugio era Carlos Arakaki, más conocido en la fauna
rosarina como Japo o Kato —según la confianza o la época—, un
tipo capaz de resucitar una computadora con lo mismo que otro usaría para
arreglar una radio Spika.
En La Cueva se hacía de todo: desarrollo
de software, hardware artesanal, y sobre todo, reparaciones
imposibles.
Era el lugar donde las computadoras iban a confesarse.
Entraban con pantallas en negro y pitidos lastimeros, y salían, milagrosamente,
funcionando.
El Japo no te daba presupuestos: te daba esperanza.
Había cables colgando, plaquetas
abiertas, olor a estaño y esa música eléctrica del transformador que nunca se apaga.
Si el On Line era el MIT rosarino, La Cueva era su laboratorio
secreto, donde las máquinas sobrevivían gracias al pulso firme y al ingenio
japonés-rosarino de Kato.
Un lugar donde no se hablaba de marketing ni de ventas:
ahí se hablaba de vida o muerte… de las computadoras, claro.
 
Compufer
En Catamarca 1110 vivía otro
mito: Compufer.
Lo atendía un tipo de bigotes, nobleza bruta y facturas escritas a mano con
letra de médico.
El lugar era un quilombo hermoso: cables por el piso, olor a soldadura y
monitores Hércules blanco y negro que te dejaban la vista como si hubieras
mirado un eclipse sin protección.
Ahí muchos compraron su primera 286, o cambiaron su MSX por un disco rígido de
40 MB (un lujo que pesaba más que un ladrillo).
TodoComputación,
D.M.A. y Ramdisk
En la misma Galería Vía Florida,
TodoComputación atendido en algun momento por un personaje mitico, Claudio
Martignioni, que hoy sería considerado ingeniero de nostalgia aplicada.
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| Claudio Martignioni en D.M.A | 
Eso sí que era otra cosa. Nada de
jueguitos ni aventuras intergalácticas: ahí se hablaba en serio, con tornillos,
jumpers y olor a plástico nuevo.
Era el templo del hardware y los
insumos para PC, donde las cajas de diskettes se apilaban como ladrillos y
los cables IDE colgaban cual guirnaldas navideñas.
Su dueño, Daniel, tenía ese aire
de tipo que ya había visto de todo: placas, fuentes quemadas y usuarios que
juraban que “no toqué nada”.
Si necesitabas una disquetera, una
fuente AT o una impresora que pesaba más que un lavarropas, ahí estaba la
salvación.
Nada de magia, puro fierro y repuesto.
TodoComputación era el taller
mecánico del mundo informático:
Vos entrabas con una computadora, y
salías con media docena de componentes nuevos “por las dudas”.
Y aunque no entendieras del todo lo que
te vendían, salías contento, porque te habían tratado como a un colega… o al
menos como a alguien que sabía qué era un puerto paralelo.
A pocos metros, D.M.A., Ah, D.M.A.
Shareware… no vendían jueguitos, no señor.
Era un local para los que ya habían colgado el joystick y se sentían medio
ingenieros.
Allí no había Street Fighter ni Lotus Turbo Challenge: había compresores,
antivirus, utilitarios, y esas cosas que uno instalaba sin
entender del todo, solo porque hacían ruido a “profesional”.
Los hermanos K, eran los
guardianes de ese pequeño templo de la productividad digital.
D.M.A. era como la versión rosarina de Silicon Valley, pero con mate y
olor a estaño.
Un lugar donde los disquetes se apilaban como medialunas y cada programa
parecía prometer que ibas a hacer algo importante… aunque al final lo único que
hacías era comprimir archivos y sentirte un poquito Bill Gates del barrio.
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| DMA Informática | 
Y en la Galería Rosario, ahí te
esperaba el mismísimo Ramdisk, con Pachone al frente (sí, el
hombre estaba en todos lados, probablemente el primer “franquiciado” de la
historia gamer local).
Local 121, planta alta. La fila daba vuelta la galería. Uno esperaba mirando
revistas Micromanía, mientras de fondo se oía el clic-clic de los
datasettes y el “¡uy, se cortó la cinta, pasame otro TDK!”.
Computational-3,
Pitágoras y otros templos
En la cortada Barón de Mauá, Computational-3
era casi una universidad. Vendían para ZX Spectrum, CZ y PC XT.
Ahí uno aprendía que el “LOAD” iba con comillas y coma, ocho, uno.
En la Galería Mercurio, Pitágoras, atendido por Oscar, mezclaba
juegos con programas educativos, por si algún padre controlaba demasiado. (“Es
para aprender matemática, ma”).
Y claro, también estaba Data 44
en Alberdi, donde algunos juraban que daban clases de BASIC, aunque la mayoría
iba por los juegos igual.
📼 El rito del sábado
El sábado a la mañana era sagrado.
Uno se levantaba temprano, desayunaba apurado y se iba al centro.
Volvías con cuatro cassettes y la promesa de una tarde de felicidad digital.
A veces no cargaban (“?SYNTAX ERROR”), pero no importaba: ya el hecho de ver
las rayas de colores en el televisor y escuchar ese chillido infernal era
suficiente.
Había algo de comunidad, de club no
oficial.
Te cruzabas siempre a los mismos: el pibe del barrio con su General Electric,
el del Amiga con aire de superioridad, el del Spectrum que decía que “los
gráficos no importan, lo que importa es la jugabilidad”.
Y después, todos terminaban en el mismo club o bar, comentando los juegos
nuevos.
💾 Época de oro
De esa Rosario no quedan casi fotos.
No había celulares ni redes; los únicos backups eran los recuerdos,
grabados en la cinta magnética de la memoria.
Pero si hoy, caminando por la peatonal, pasás frente a una galería vacía y
escuchás en tu cabeza un piiii-piii-chiiiiiii, no te asustes:
No es un fantasma digital, es tu memoria haciendo LOAD
"nostalgia",8,1.
Y por unos segundos, mientras el sonido
se mezcla con el ruido del tránsito y el eco de tus pasos, se vuelve a escuchar
el murmullo de los sábados, las risas, los datasettes rebobinando y esa
ansiedad mágica de esperar que el juego cargue sin error.
Porque aquella Rosario, con sus galerías, sus nerds y sus pioneros de la informática
artesanal, sigue ahí… en algún sector oculto del disco rígido del corazón.
Probablemente me esté olvidando de más
personas, locales y anécdotas —la memoria también tiene bad sectors—,
pero iré actualizando esta historia a medida que me acuerde… o me lo recuerden.
Facu LU6FPJ
