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🎮 Los muchachos de "la Amiga"

 (crónica de una epopeya tecnológica de barrio)

4 de marzo de 1991, y en la casa del Colorado Bernardo se estaba gestando una de esas noches que deberían enseñarse en la escuela como patrimonio cultural de la amistad y la inutilidad productiva.

La escena: una mesa con mantel floreado, una tele de tubo que pesaba como un lavarropas y, sobre todo, una Commodore Amiga 500, traída por Martín “Luigi”, el dealer de tecnología del barrio.


Luigi no solo la tenía —lo cual ya era un lujo— sino que la cuidaba como si fuera el Santo Grial con joystick.

“Muchachos, no la toquen por el costado que se recalienta”, advertía, mientras conectaba cables con una precisión quirúrgica que haría llorar de envidia a la NASA.

El resto lo miraba como si estuviera a punto de lanzar el Apolo 13 desde el comedor de Bernardo.

A la izquierda, Héctor, sereno, de remera gris, ese tipo que siempre parece estar bien, aunque lo maten en la primera pantalla. Era el filósofo del grupo, el que decía cosas como “lo importante es divertirse” justo antes de perder por goleada.

A su lado, Gustavo "El meltia", con su camisa a cuadros de combate, tenía el joystick agarrado como si fuera el volante de un Falcon en la autopista a Funes. No hablaba. No pestañeaba. Estaba en trance. Si caía un rayo, el rayo pedía disculpas.

Detrás, Bernardo “el Colorado”, anfitrión del evento, con su remera azul que ya había pasado tres guerras contra el suavizante. El hombre oficiaba de relator y árbitro parcial.

“¡No, no, no, ahí no saltes que te morís, Meltia!”, gritaba con autoridad, sin haber tocado jamás el joystick.

La casa era suya, el equipo no, pero igual daba órdenes con la impunidad que solo da el domicilio propio.

A la derecha, Román, sin remera —porque el calor era tropical y el entusiasmo también— levantaba la mano como si acabara de meter un gol en el Mundial. Era el más expresivo del grupo, el que gritaba “¡eso, eso, eso!” sin que nadie supiera bien qué era “eso”.

Y en un rincón, con mirada de científico loco, Luigi, el dueño del tesoro, el distribuidor oficial de Amiga 500 en la zona.

Tenía más diskettes que el INDEC formularios y un olfato técnico sobrenatural: podía oler un condensador quemado desde tres metros.

El tipo se movía entre cables y transformadores como un cirujano en plena operación, mientras advertía:

“Si se corta la luz, no la desenchufen, que se desconfigura el universo”.

La habitación ardía.

El televisor echaba calor, el transformador zumbaba como un panal de abejas, y el joystick pasaba de mano en mano, sudado, heroico, pegajoso.

Afuera, el mundo seguía girando; adentro, la realidad se medía en píxeles, vidas extra y puteadas amistosas.

No había cerveza artesanal, ni wi-fi, ni memes. Solo risas, cables y juventud en estado puro.

Y mientras el flash de la Kodak inmortalizaba el momento, ninguno de ellos sospechaba que treinta y pico de años después esa foto sería una cápsula del tiempo: la prueba de que hubo una era en que la felicidad cabía entera en una diskettera de 3,5 pulgadas.

De izq. a derecha: Héctor- El Meltia - Bernardo - Román y Luigi 

Porque sí, esa noche en lo de Bernardo, con la computadora Amiga de Luigi y el entusiasmo de todos, se jugó el Mundial de la amistad tecnológica.

Y aunque nadie ganó, todos se llevaron el trofeo más importante:

la certeza de haber vivido algo que ni el tiempo, ni el polvo, ni Windows pudieron borrar.

Facu LU6FPJ 

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🎮 La Rosario de los Jueguitos

Había una época —allá por los gloriosos ochenta y un cachito de los noventa— en que la palabra “download” todavía no existía, y los sábados en Rosario tenían un ritual más sagrado que el asado: ir a grabar jueguitos.

Uno salía con el datasette o los diskettes bajo el brazo como quien lleva un bebé a bautizar. Caminabas por el centro con el cassette virgen bien rebobinado, la lista de títulos anotada en birome azul (“Yie Ar Kung Fu, Abu Simbel Profanation, Green Beret...”) y la ilusión de volver a casa con algo que ande.


🏢 Las catedrales del vicio digital

Compumática y PacMan Games

En la Galería Santa Fe, una al lado de la otra, estaban las dos misas principales del sábado.

En Compumática te atendía una banda de tipos que sabían más de Commodore que el propio Jack Tramiel. Te recomendaban, te explicaban, te tipeaban la etiqueta en máquina de escribir (¡en máquina de escribir, papá!).

Al lado, PacMan Games, era más “popular”: ahí todo estaba bueno. Pedías un chamullo injugable y te decían “sí, ese está bárbaro, mejor que el Ghosts’n Goblins”.

Enfrente de los locales había una columna espejada, y era inevitable: te descubrías reflejado, con cara de satisfacción y un cassette TDK en la mano, pensando “soy feliz”.


On Line Software

Después estaba On Line, primero en la Galería Córdoba y más tarde en Vía Florida.
Era como la NASA de los jueguitos. 
Ahí estaban Willy y su equipo. Tipos que sabían tanto que podían revivir un disquete a fuerza de editor hexadecimal y fe.

De izq. a derecha: Kato, "La chica del Doom", Willy y LU6FPJ
Los sábados, On Line era un hormiguero humano: pibitos con mochilas llenas de cintas, madres y padres resignados sosteniendo cables, y un aire a locura colectiva por el último juego de Ocean.

Más tarde abrieron New Line Computación, en Zeballos y Callao, donde además de juegos vendían hardware y Commodores Amiga. Era la evolución natural: del cassette al rígido, de la galería al mostrador.

La Cueva, en Entre Ríos 1071… un nombre perfecto, porque aquello no era un local: era un ecosistema subterráneo de bits, soldaduras y café recalentado.
El comandante del refugio era Carlos Arakaki, más conocido en la fauna rosarina como Japo o Kato —según la confianza o la época—, un tipo capaz de resucitar una computadora con lo mismo que otro usaría para arreglar una radio Spika.

En La Cueva se hacía de todo: desarrollo de software, hardware artesanal, y sobre todo, reparaciones imposibles.
Era el lugar donde las computadoras iban a confesarse.
Entraban con pantallas en negro y pitidos lastimeros, y salían, milagrosamente, funcionando.
El Japo no te daba presupuestos: te daba esperanza.

Había cables colgando, plaquetas abiertas, olor a estaño y esa música eléctrica del transformador que nunca se apaga.
Si el On Line era el MIT rosarino, La Cueva era su laboratorio secreto, donde las máquinas sobrevivían gracias al pulso firme y al ingenio japonés-rosarino de Kato.
Un lugar donde no se hablaba de marketing ni de ventas:
ahí se hablaba de vida o muerte… de las computadoras, claro.

 


Compufer

En Catamarca 1110 vivía otro mito: Compufer.
Lo atendía un tipo de bigotes, nobleza bruta y facturas escritas a mano con letra de médico.
El lugar era un quilombo hermoso: cables por el piso, olor a soldadura y monitores Hércules blanco y negro que te dejaban la vista como si hubieras mirado un eclipse sin protección.
Ahí muchos compraron su primera 286, o cambiaron su MSX por un disco rígido de 40 MB (un lujo que pesaba más que un ladrillo).


TodoComputación, D.M.A. y Ramdisk

En la misma Galería Vía Florida, TodoComputación atendido en algun momento por un personaje mitico, Claudio Martignioni, que hoy sería considerado ingeniero de nostalgia aplicada.

Claudio Martignioni en D.M.A
Eso sí que era otra cosa. Nada de jueguitos ni aventuras intergalácticas: ahí se hablaba en serio, con tornillos, jumpers y olor a plástico nuevo.

Era el templo del hardware y los insumos para PC, donde las cajas de diskettes se apilaban como ladrillos y los cables IDE colgaban cual guirnaldas navideñas.

Su dueño, Daniel, tenía ese aire de tipo que ya había visto de todo: placas, fuentes quemadas y usuarios que juraban que “no toqué nada”.

Si necesitabas una disquetera, una fuente AT o una impresora que pesaba más que un lavarropas, ahí estaba la salvación.

Nada de magia, puro fierro y repuesto.

TodoComputación era el taller mecánico del mundo informático:

Vos entrabas con una computadora, y salías con media docena de componentes nuevos “por las dudas”.

Y aunque no entendieras del todo lo que te vendían, salías contento, porque te habían tratado como a un colega… o al menos como a alguien que sabía qué era un puerto paralelo.

A pocos metros, D.M.A., Ah, D.M.A. Shareware… no vendían jueguitos, no señor.
Era un local para los que ya habían colgado el joystick y se sentían medio ingenieros.
Allí no había Street Fighter ni Lotus Turbo Challenge: había compresores, antivirus, utilitarios, y esas cosas que uno instalaba sin entender del todo, solo porque hacían ruido a “profesional”.

Los hermanos K, eran los guardianes de ese pequeño templo de la productividad digital.

D.M.A. era como la versión rosarina de Silicon Valley, pero con mate y olor a estaño.
Un lugar donde los disquetes se apilaban como medialunas y cada programa parecía prometer que ibas a hacer algo importante… aunque al final lo único que hacías era comprimir archivos y sentirte un poquito Bill Gates del barrio.

DMA Informática 

Y en la Galería Rosario, ahí te esperaba el mismísimo Ramdisk, con Pachone al frente (sí, el hombre estaba en todos lados, probablemente el primer “franquiciado” de la historia gamer local).

Local 121, planta alta. La fila daba vuelta la galería. Uno esperaba mirando revistas Micromanía, mientras de fondo se oía el clic-clic de los datasettes y el “¡uy, se cortó la cinta, pasame otro TDK!”.


Computational-3, Pitágoras y otros templos

En la cortada Barón de Mauá, Computational-3 era casi una universidad. Vendían para ZX Spectrum, CZ y PC XT.
Ahí uno aprendía que el “LOAD” iba con comillas y coma, ocho, uno.


En la
Galería Mercurio, Pitágoras, atendido por Oscar, mezclaba juegos con programas educativos, por si algún padre controlaba demasiado. (“Es para aprender matemática, ma”).

Y claro, también estaba Data 44 en Alberdi, donde algunos juraban que daban clases de BASIC, aunque la mayoría iba por los juegos igual.


📼 El rito del sábado

El sábado a la mañana era sagrado.
Uno se levantaba temprano, desayunaba apurado y se iba al centro.
Volvías con cuatro cassettes y la promesa de una tarde de felicidad digital.
A veces no cargaban (“?SYNTAX ERROR”), pero no importaba: ya el hecho de ver las rayas de colores en el televisor y escuchar ese chillido infernal era suficiente.

Había algo de comunidad, de club no oficial.
Te cruzabas siempre a los mismos: el pibe del barrio con su General Electric, el del Amiga con aire de superioridad, el del Spectrum que decía que “los gráficos no importan, lo que importa es la jugabilidad”.
Y después, todos terminaban en el mismo club o bar, comentando los juegos nuevos.


💾 Época de oro

De esa Rosario no quedan casi fotos.
No había celulares ni redes; los únicos backups eran los recuerdos, grabados en la cinta magnética de la memoria.
Pero si hoy, caminando por la peatonal, pasás frente a una galería vacía y escuchás en tu cabeza un piiii-piii-chiiiiiii, no te asustes:
No es un fantasma digital, es tu memoria haciendo
LOAD "nostalgia",8,1.

Y por unos segundos, mientras el sonido se mezcla con el ruido del tránsito y el eco de tus pasos, se vuelve a escuchar el murmullo de los sábados, las risas, los datasettes rebobinando y esa ansiedad mágica de esperar que el juego cargue sin error.

Porque aquella Rosario, con sus galerías, sus nerds y sus pioneros de la informática artesanal, sigue ahí… en algún sector oculto del disco rígido del corazón.

Probablemente me esté olvidando de más personas, locales y anécdotas —la memoria también tiene bad sectors—, pero iré actualizando esta historia a medida que me acuerde… o me lo recuerden.

Facu LU6FPJ





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