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🧠 El Virus PHX: cuando la venganza se compilaba en assembler

Hubo virus informáticos que buscaron conquistar el mundo, otros que quisieron destruirlo, y después estuvo PHX, un virus argentino que solo quería vengarse.
Sí, señor: una especie de tango binario con rencor incluido.
El creador, conocido como Armagedon (porque “Juan Pérez” no sonaba tan apocalíptico), programó ese bicho en los gloriosos años 90. Según confesó, lo hizo para vengarse de un sujeto que le había jugado una mala pasada con un programa. En vez de insultarlo por teléfono o escribirle una carta documento, decidió inventar un virus. Así éramos los argentinos: creativos hasta para odiar.

⚙️ ¿Qué hacía el virus?
El PHX (también conocido como Willistrover III por el Scan, que lo bautizó sin pedir permiso) infectaba archivos .EXE y .COM, pero no de manera salvaje. No. El tipo era paciente.
Primero se instalaba, se escondía, se acomodaba y anotaba cuántas veces se había instalado en un cuadernito que guardaba en la CMOS (esa partecita de la compu donde uno esperaría encontrar algo más útil, como la hora).
Cuando llegaba a 128 instalaciones, recién ahí decía:

“Bueno, me cansé de esperar. Hora de hacer macanas.”
Y empezaba su obra maestra: corrompía el último byte de cada archivo grabado, pero solo el bit más alto.
Nada de destruir todo de una —no, no— el PHX tenía clase. Era un virus sutil, un artista del daño paulatino. Un tipo que te arruinaba el disco como quien le echaba agua a la sopa: despacito, sin que se notara.

🔬 Detalles técnicos que nadie pidió pero igual contamos
Se instalaba en memoria usando la interrupción 21h, porque en los 90 todo lo bueno pasaba por ahí.

Engañaba al sistema haciéndose pasar por parte del DOS: le ponía de nombre IBMDOS.COM, como quien se disfraza de colectivero para no pagar boleto.

Usaba el puerto 3E4h para buscar algo misterioso, una especie de “tarjeta perdida del enemigo”. Si ese puerto respondía, empezaba a frotarse las manos digitales.

Tenía un contador de generaciones, porque hasta los virus querían dejar descendencia. Los ejemplares hallados tenían más de once generaciones, lo que demostraba que la genética del rencor era fuerte.
Solo funcionaba en procesadores 286 o superiores, porque el tipo tenía su dignidad: nada de rebajarse a correr en una XT.

🧩 El misterio del “PHX”
El virus se activaba si en el entorno de la computadora había un string que terminaba en “PHX”.
Qué significaba, nadie lo supo. Podía ser una sigla, un apodo o las iniciales del perro del enemigo.
El hecho es que el virus buscaba algo, como un sabueso digital que no encontraba la zapatilla pero igual mordía al que pasaba.

💣 Conclusión
El PHX no fue el más peligroso, pero sí uno de los más creativos.
No quería destruir el mundo: quería arruinarle el día a una persona en particular, lo cual era mucho más humano.

Como dijo una vez un filósofo de taller informático:

“El odio bien dirigido es más eficiente que cualquier inteligencia artificial.”

Así que ya se sabía: cuando una computadora se portaba rara, no había que pensar en hackers rusos ni en virus chinos.
Capaz que era un argentino de los 90 que todavía andaba buscando justicia… bit por bit.

Facu LU6FPJ 

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🎮 La Rosario de los Jueguitos

Había una época —allá por los gloriosos ochenta y un cachito de los noventa— en que la palabra “download” todavía no existía, y los sábados en Rosario tenían un ritual más sagrado que el asado: ir a grabar jueguitos.

Uno salía con el datasette o los diskettes bajo el brazo como quien lleva un bebé a bautizar. Caminabas por el centro con el cassette virgen bien rebobinado, la lista de títulos anotada en birome azul (“Yie Ar Kung Fu, Abu Simbel Profanation, Green Beret...”) y la ilusión de volver a casa con algo que ande.


🏢 Las catedrales del vicio digital

Compumática y PacMan Games

En la Galería Santa Fe, una al lado de la otra, estaban las dos misas principales del sábado.

En Compumática te atendía una banda de tipos que sabían más de Commodore que el propio Jack Tramiel. Te recomendaban, te explicaban, te tipeaban la etiqueta en máquina de escribir (¡en máquina de escribir, papá!).

Al lado, PacMan Games, era más “popular”: ahí todo estaba bueno. Pedías un chamullo injugable y te decían “sí, ese está bárbaro, mejor que el Ghosts’n Goblins”.

Enfrente de los locales había una columna espejada, y era inevitable: te descubrías reflejado, con cara de satisfacción y un cassette TDK en la mano, pensando “soy feliz”.


On Line Software

Después estaba On Line, primero en la Galería Córdoba y más tarde en Vía Florida.
Era como la NASA de los jueguitos. 
Ahí estaban Willy y su equipo. Tipos que sabían tanto que podían revivir un disquete a fuerza de editor hexadecimal y fe.

De izq. a derecha: Kato, "La chica del Doom", Willy y LU6FPJ
Los sábados, On Line era un hormiguero humano: pibitos con mochilas llenas de cintas, madres y padres resignados sosteniendo cables, y un aire a locura colectiva por el último juego de Ocean.

Más tarde abrieron New Line Computación, en Zeballos y Callao, donde además de juegos vendían hardware y Commodores Amiga. Era la evolución natural: del cassette al rígido, de la galería al mostrador.

La Cueva, en Entre Ríos 1071… un nombre perfecto, porque aquello no era un local: era un ecosistema subterráneo de bits, soldaduras y café recalentado.
El comandante del refugio era Carlos Arakaki, más conocido en la fauna rosarina como Japo o Kato —según la confianza o la época—, un tipo capaz de resucitar una computadora con lo mismo que otro usaría para arreglar una radio Spika.

En La Cueva se hacía de todo: desarrollo de software, hardware artesanal, y sobre todo, reparaciones imposibles.
Era el lugar donde las computadoras iban a confesarse.
Entraban con pantallas en negro y pitidos lastimeros, y salían, milagrosamente, funcionando.
El Japo no te daba presupuestos: te daba esperanza.

Había cables colgando, plaquetas abiertas, olor a estaño y esa música eléctrica del transformador que nunca se apaga.
Si el On Line era el MIT rosarino, La Cueva era su laboratorio secreto, donde las máquinas sobrevivían gracias al pulso firme y al ingenio japonés-rosarino de Kato.
Un lugar donde no se hablaba de marketing ni de ventas:
ahí se hablaba de vida o muerte… de las computadoras, claro.

 


Compufer

En Catamarca 1110 vivía otro mito: Compufer.
Lo atendía un tipo de bigotes, nobleza bruta y facturas escritas a mano con letra de médico.
El lugar era un quilombo hermoso: cables por el piso, olor a soldadura y monitores Hércules blanco y negro que te dejaban la vista como si hubieras mirado un eclipse sin protección.
Ahí muchos compraron su primera 286, o cambiaron su MSX por un disco rígido de 40 MB (un lujo que pesaba más que un ladrillo).


TodoComputación, D.M.A. y Ramdisk

En la misma Galería Vía Florida, TodoComputación atendido en algun momento por un personaje mitico, Claudio Martignioni, que hoy sería considerado ingeniero de nostalgia aplicada.

Claudio Martignioni en D.M.A
Eso sí que era otra cosa. Nada de jueguitos ni aventuras intergalácticas: ahí se hablaba en serio, con tornillos, jumpers y olor a plástico nuevo.

Era el templo del hardware y los insumos para PC, donde las cajas de diskettes se apilaban como ladrillos y los cables IDE colgaban cual guirnaldas navideñas.

Su dueño, Daniel, tenía ese aire de tipo que ya había visto de todo: placas, fuentes quemadas y usuarios que juraban que “no toqué nada”.

Si necesitabas una disquetera, una fuente AT o una impresora que pesaba más que un lavarropas, ahí estaba la salvación.

Nada de magia, puro fierro y repuesto.

TodoComputación era el taller mecánico del mundo informático:

Vos entrabas con una computadora, y salías con media docena de componentes nuevos “por las dudas”.

Y aunque no entendieras del todo lo que te vendían, salías contento, porque te habían tratado como a un colega… o al menos como a alguien que sabía qué era un puerto paralelo.

A pocos metros, D.M.A., Ah, D.M.A. Shareware… no vendían jueguitos, no señor.
Era un local para los que ya habían colgado el joystick y se sentían medio ingenieros.
Allí no había Street Fighter ni Lotus Turbo Challenge: había compresores, antivirus, utilitarios, y esas cosas que uno instalaba sin entender del todo, solo porque hacían ruido a “profesional”.

Los hermanos K, eran los guardianes de ese pequeño templo de la productividad digital.

D.M.A. era como la versión rosarina de Silicon Valley, pero con mate y olor a estaño.
Un lugar donde los disquetes se apilaban como medialunas y cada programa parecía prometer que ibas a hacer algo importante… aunque al final lo único que hacías era comprimir archivos y sentirte un poquito Bill Gates del barrio.

DMA Informática 

Y en la Galería Rosario, ahí te esperaba el mismísimo Ramdisk, con Pachone al frente (sí, el hombre estaba en todos lados, probablemente el primer “franquiciado” de la historia gamer local).

Local 121, planta alta. La fila daba vuelta la galería. Uno esperaba mirando revistas Micromanía, mientras de fondo se oía el clic-clic de los datasettes y el “¡uy, se cortó la cinta, pasame otro TDK!”.


Computational-3, Pitágoras y otros templos

En la cortada Barón de Mauá, Computational-3 era casi una universidad. Vendían para ZX Spectrum, CZ y PC XT.
Ahí uno aprendía que el “LOAD” iba con comillas y coma, ocho, uno.


En la
Galería Mercurio, Pitágoras, atendido por Oscar, mezclaba juegos con programas educativos, por si algún padre controlaba demasiado. (“Es para aprender matemática, ma”).

Y claro, también estaba Data 44 en Alberdi, donde algunos juraban que daban clases de BASIC, aunque la mayoría iba por los juegos igual.


📼 El rito del sábado

El sábado a la mañana era sagrado.
Uno se levantaba temprano, desayunaba apurado y se iba al centro.
Volvías con cuatro cassettes y la promesa de una tarde de felicidad digital.
A veces no cargaban (“?SYNTAX ERROR”), pero no importaba: ya el hecho de ver las rayas de colores en el televisor y escuchar ese chillido infernal era suficiente.

Había algo de comunidad, de club no oficial.
Te cruzabas siempre a los mismos: el pibe del barrio con su General Electric, el del Amiga con aire de superioridad, el del Spectrum que decía que “los gráficos no importan, lo que importa es la jugabilidad”.
Y después, todos terminaban en el mismo club o bar, comentando los juegos nuevos.


💾 Época de oro

De esa Rosario no quedan casi fotos.
No había celulares ni redes; los únicos backups eran los recuerdos, grabados en la cinta magnética de la memoria.
Pero si hoy, caminando por la peatonal, pasás frente a una galería vacía y escuchás en tu cabeza un piiii-piii-chiiiiiii, no te asustes:
No es un fantasma digital, es tu memoria haciendo
LOAD "nostalgia",8,1.

Y por unos segundos, mientras el sonido se mezcla con el ruido del tránsito y el eco de tus pasos, se vuelve a escuchar el murmullo de los sábados, las risas, los datasettes rebobinando y esa ansiedad mágica de esperar que el juego cargue sin error.

Porque aquella Rosario, con sus galerías, sus nerds y sus pioneros de la informática artesanal, sigue ahí… en algún sector oculto del disco rígido del corazón.

Probablemente me esté olvidando de más personas, locales y anécdotas —la memoria también tiene bad sectors—, pero iré actualizando esta historia a medida que me acuerde… o me lo recuerden.

Facu LU6FPJ





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