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Maxi, Beto, Kato y la Bestia Enjaulada...

Mirá vos… Maxi siempre fue de esos tipos tercos como mula. Un tipo que, si se le ponía entre ceja y ceja modificar algo, no había Cristo, ni suegra, ni tormenta del Paraná que lo frenara. Y por eso, claro, terminó gastándole la paciencia a Kato. Le erosionó el ánimo, bah… lo limó como quien lima una llave para que entre en cualquier puerta ajena. A pura rotura de huevos, como Dios manda.

Kato, que ya tenía suficiente con el laburo, la humedad y Central que no levantaba ni con grúa portuaria, terminó aflojando. Le abrió las tripas al pobre bicho electrónico y le encajó un AY-3-8912, ese famoso chip de sonido que en los ochenta te hacía creer que estabas escuchando la Sinfónica de Viena cuando en realidad parecía música de ascensor, pero más gritona. Una pieza noble, eso sí. Un integrado que se usaba en lo mejorcito: la Amstrad, algunos arcades, etc… todos fierros que hacían ti-ri-ri-pín como si el futuro estuviera a la vuelta de la plaza Sarmiento.

Pero Maxi no se conformaba con “sonidito lindo”. No, señor. El tipo quería más. Soñaba épico, como hincha que cree que este año sí salimos campeones. Por eso Kato también le mandó una memoria RAM de 16K paginada sobre la ROM, switcheada con un interruptorcito que parecía robado del tablero de una heladera Siam. Una delicadeza técnica, bah… una cirugía electrónica hecha con la mano experta de Kato —esa mano prodigiosa que podía revivir un chip muerto o arreglar la perilla del calefón—, soldador en mano, un mate lavado a medio terminar y, cómo no, el famoso “fideo rojo”, ese cablecito infame que en aquellos tiempos servía para todo: puentear memorias, revivir placas, improvisar inventos y, de paso, arruinar definitivamente cualquier garantía que hubiera quedado en pie.

Cuando terminaron, claro… no entraba todo en la carcasa original. Ni con milagro ni con cinta scotch. Así que recurrieron a lo que cualquier rosarino hace cuando la realidad se pone caprichosa: improvisar. La metieron adentro de la carcasa de una TS2068, como quien mete un perro adentro de un bolso de mano. Quedó una especie de Frankenstein siliconado, orgulloso y tristón, como el que se compra la camiseta trucha de Central, pero igual la luce como si hubiera salido del túnel del Gigante.

Y ahí quedó la máquina, vibrando sus tres voces del AY-3-8912 como si quisiera decir: “Viejo, acá estoy… soy un engendro, pero soy tuyo”. Maxi la miraba con un orgullo casi paternal; Kato, con la misma cara con la que miraba la boleta de la EPE.

Pero ambos sabían que, aunque el mundo fuera un cambalache injusto y medio loco, ahí estaba su creación: una criatura electrónica irrepetible, hecha a fuerza de mañas, porfiadez y soldadura chiclosa.

Facu LU6FPJ.

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💾 Galería Vía Florida, "La galería de la computación"

Galería Vía Florida, San Martín 1051

Si uno entrecierra los ojos y se deja llevar por la nostalgia —esa traicionera que te hace creer que todo tiempo pasado fue mejor, aunque tuviéramos que configurar los IRQ a mano—, esto no es una foto; es un daguerrotipo de nuestra inocencia digital.

Fijate vos la iluminación, esa luz ámbar, medio tanguera, medio de interrogatorio policial. Esa era la Galería Vía Florida. En los 90, eso no era un pasillo; era el Silicon Valley de la Peatonal San Martín, pero con olor a encierro y humedad del río.

🛑 Game Line: El Primer peaje del vicio

Apenas cruzabas la línea de entrada, ni bien te tragaba la galería, te encontrabas con un peaje. Ahí estaba Game Line, en el local 44, el primero que te clavaba la vista. No hacía falta caminar, el cartel te llegaba a vos.

Este no era un local de computación, era una emboscada. Era el manija de la Peatonal San Martín. Ese que te cebaba, te mostraba el futuro y te dejaba con la saliva goteando. Ellos no te vendían un Super Nintendo; te vendían la droga dura del ocio digital, con un tono de voz que te decía: 'Yo te doy la primera dosis, pibe, y después vení a rogarme por el cartucho'.

Su folleto, ese que tenés ahí con el Sonic mirándote con cara de tramposo, era el anzuelo: "NO COMPRE" "CONSULTE". Una obra maestra del cinismo. ¿Qué vas a consultar? Vas a entrar a ver la caja del Panasonic 3DO. Te dejaban más shockeado que un módem sin filtro de línea. Te afanaban la voluntad, el efectivo y la decisión de seguir caminando antes de que te dieras cuenta de si era jueves o sábado.

✂️ DMA: El confesionario del Shareware

Si lograbas salir vivo de la trampa de Game Line, venía el purgatorio. A la izquierda, ahí nomás, en el local 41 tenías el local de DMA Informática. Empapelado de listas impresas en matriz de punto, como si fueran los decretos de un rey loco. Ahí te vendían shareware. Pero ojo, que la relación con DMA era de un amor tierno, casi familiar, de esos que te hacen la vida imposible, sobre todo en Navidad.

Me acuerdo cuando decoraban la galería con esas lucecitas musicales, una tortura china a pilas. Estaban colgadas a una altura que invitaban al delito, y con Kato pasábamos levantando los brazos y activando las musiquitas de todas las guirnaldas al mismo tiempo. Era una sinfonía del infierno, un "Jingle Bells" polifónico que te taladraba el cerebelo. Los chicos de DMA salían y las apagaban una por una, con paciencia de monje tibetano. Hasta que un día, la paciencia se quebró. Y uno de ellos tuvo su día de furia: salió del local transformado, desencajado, igualito a Jack Nicholson en El Resplandor. Pero como esto es Rosario y el presupuesto no daba para un hacha, salió con una tijera. Y ahí nomás, harto de las melodías, empezó a cortar los cables de las luces a diestra y siniestra. Un mártir del silencio.

💥 TodoComputación: El deporte de riesgo silencioso

Si te animabas a seguir caminando por esas baldosas —que tenían más kilómetros de trapo de piso que la pista del aeropuerto de Fisherton—, allá en el centro de la galería asomaba TodoComputación. Ahí la cosa se ponía seria... y peligrosa. Porque con Kato teníamos una especie de ritual vandálico-afectivo con ellos. Los tipos, inocentes, armaban en la vidriera una torre inmensa de cajas de diskettes, una obra de ingeniería sobre el vidrio.

¿Y qué hacíamos nosotros? Pasábamos y, con disimulo, empujábamos el vidrio. ¡Plaf! El efecto dominó era instantáneo, la torre se venía abajo del lado de adentro y nosotros seguíamos caminando silbando bajito. Y si cerraban al mediodía y dejaban los escritorios de PC afuera, volvíamos y se los amontonábamos todos contra la puerta, haciendo una barricada. Era nuestra forma de decirles "los queremos", pero en un idioma muy particular.

😈 ONLINE: El último nivel, la Gloria.

Y allá en el fondo..., a la izquierda, en el local 35 estaba la perdición: ONLINE Software: El Último Nivel. El antro donde estaban los jueguitos. Vos caminabas ese pasillo como quien firma su propia condena a horas de joystick y pizza fría. Ya habías pasado por Game Line, DMA y TodoComputación. y vos no te ibas a ir de ahí sin el último jueguito que te hacía vibrar la retina y que prometía la felicidad total por unos miserables megabytes.

Y te digo más, para que veas que el destino es una cosa seria y caprichosa: la galería era tan perfecta para la computación, tan metida en el personaje, que la simulación se desbordaba a la realidad. ¡Si hasta los porteros parecían renderizados! Tenías a uno, el más petiso, que era un clon del Mario Bros, le faltaba cabecear ladrillos nomás. Y el otro... ¡Qué personaje! Un tipo con un porte, un aire a galán de kermesse venido a menos... era el mismísimo Leisure Suit Larry en carne y hueso. No me digan que no era una señal. Estábamos viviendo dentro de una aventura gráfica y nosotros preocupados por el autoexec.bat.

Mario y Larry en la galería.

Hoy ves esas fotos y te agarra una cosa acá, en el pecho... una angustia existencial. Porque esos locales, con sus vidrieras llenas de promesas de 8 y 16 bits, sus empleados al borde del ataque de nervios y sus porteros de videojuego, eran nuestros templos. Y ahora... ahora todo eso cabe en la uña del dedo chico de un pibe que no sabe lo que es esperar a que conecte el módem o que cargue un juego de Spectrum.

Qué barbaridad. Tanta tecnología, tanto futuro que nos prometieron en esos pasillos, y al final, miranos... acá estamos, suspirando por unas fotos pixeladas y dándonos cuenta de que la vida, pasa más rápido que un microprocesador obsoleto.


Facu LU6FPJ

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El Abuelo y los Fichines del destino…

La cuestión es que allá por los gloriosos —y algo herrumbrados— años 80, en la esquina de Ocampo y 1ro de Mayo, el barrio amaneció con una noticia que nos sacudió más que el aumento del boleto: habían abierto una sala de fichines. Así, de la noche a la mañana, como quien abre un quiosco de diarios o un templo budista. Para nosotros, que vivíamos a tiro de piedra, era como si nos hubieran puesto Disneylandia pero con olor a pucho, humedad y poxirán.

Ocampo y 1ro de Mayo

Los muchachos y yo no lo podíamos creer. Caímos en patota la misma tarde que abrió, con la solemnidad de quien entra al Monumento a la Bandera.

El letrero de neón chisporroteaba, medio torcido, como si ya conociera las malas juntas del barrio. Y adentro: Kung-Fu Master, Xevious, Ms. Pac-Man… un panteón de dioses digitales. Cada uno brillando como una promesa que, en el fondo, sabíamos que no íbamos a cumplir nunca, igual que terminar el secundario a término.

Claro que había un detalle: “Prohibido el ingreso de menores”. Esa frase para nosotros funcionaba como un “pase nomás campeón”, pero con adrenalina. La mitad de las tardes las pasábamos más atentos al movimiento de la calle que a las naves enemigas del Xevious. Porque en cualquier momento podía aparecer el enemigo final: el móvil 175, un Dodge 1500 que la comisaría cuarta cuidaba como si fuera una nave espacial soviética.

Por eso, cada tarde, uno de nosotros quedaba de “guardia”. Turno rotativo, democrático, como corresponde, aunque siempre nos daba la sensación de que el azar tenía algo personal contra nosotros. Su misión: pegar el grito si veía venir al 175 aproximándose. Y entonces salíamos disparados como si en vez de pibes fuéramos Carl Lewis escapando.

La sala se llenaba. Caían los pibes de Atalaya, la barra de “La Paz”, y uno que otro colado que venía de estudiar inglés al Fisherton School pero quería hacerse el de barrio. Como no existían los deliverys, los dueños nos hacían un trueque: ellos nos daban fichas y nosotros les íbamos a comprar algo de morfi en la rotisería de la esquina. Yo creo que así nació la economía rosarina alternativa, aunque el Banco Municipal jamás nos reconoció.

Ocampo y 1ro de Mayo

Entre la fauna del barrio estaba: "El Abuelo". Le habían puesto ese apodo en honor al líder de la barra de Boca, Tenía una habilidad digna de patentamiento. Andaba por los techos de chapa y sacaba los clavos con cabeza de plomo. Una paciencia tenía...

El tipo fundía el plomo como un orfebre medieval del subdesarrollo. Lo martillaba hasta dejarlo finito, redondito, y lo recortaba para usarlo como fichas. Era un artista plástico sin museo, un falsificador sin mercado, un emprendedor sin respaldo de Sancor Seguros. Pero cómo funcionaban esas fichitas truchas, mamita querida. El Ms. Pac-Man se las tragaba sin chistar, como si entendiera la necesidad económica del barrio.

La escena final vino una nochecita fresquita, cuando el aire olía a sopa en sobre y al humo del 301. Estábamos todos ahí adentro, entregados a la noble tarea de salvar el mundo pixelado, cuando de golpe escuchamos el grito:

—¡Loco, el 175!

Hubo dos tipos de reacción. Los que teníamos reflejos —o miedo crónico— salimos de raje, casi sin tocar el piso. Y los otros… bueno, los otros quedaron para la foto policial.

Desde la otra esquina vimos el desfile más triste del mundo: una docena de pibes caminando por el medio de la calle, brazos sobre la cabeza, mientras el Dodge los seguía despacito, como si los llevara a un picnic, pero versión comisaría cuarta.

Ahí entendí, no sé por qué, que en el fondo ya estábamos todos destinados a ese tipo de pequeñas tragedias. Que ser pibe en los 80 era un poco eso: correr del 175, jugar con fichas truchas y encontrar la libertad en un joystick prestado. Y que, por suerte, la risa —esa risa medio amarga, medio piola— siempre llegaba para salvar la tarde.

Porque si algo nos dejó ese barrio es la certeza de que, pese a todo, siempre vale la pena quedarse del lado de los que huyen a tiempo. Aunque sea para poder contarlo después.

Facu LU6FPJ

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La parábola de la parabólica... (Historias de los 90)

A veces me pregunto —cuando agarro por Ovidio Lagos bien al fondo, donde se le empiezan a ver las costuras a la ciudad— en qué estábamos pensando aquella vez que cambiamos una PC nuevita por una antena parabólica usada, desarmada y probablemente oxidada en los lugares más importantes. Pero en aquel entonces, uno era joven, entusiasta y peligrosamente optimista, que es el estado más cercano a la inconsciencia.

La cuestión es que fuimos con Kato, mi hermano de aventuras tecnológicas, a encontrarnos con un radioaficionado.

El tipo nos había prometido una antena parabólica “en excelentes condiciones”, lo cual, ya en Rosario, quiere decir que no la usaron de parrilla, pero tampoco mucho más.

Parte de los equipos.

Cuando llegamos al lugar… mamita querida.

Un descampado lleno de parabólicas apuntando para lados distintos: algunas al cielo, otras al vecino, una al mismísimo hornero que estaba armando nido adentro.
Entramos a una especie de oficina hecha con chapas, donde el calor pegaba bastante.

LU4FHJ y LU6FPJ

Ahí adentro había videocaseteras, cables, televisores, transformadores, mastodontes electrónicos que parecían sacados del museo de tecnología obsoleta del sótano de Canal 5.

Resulta que el lugar era un "cable", y el dueño —un tal “Ingeniero”, pero dicho así, sin título universitario— nos recibió como si fuésemos inspectores, cosa que nos infló el ego por veinte gloriosos segundos.

Le entregamos la PC, él miró la caja con orgullo paterno y dijo:
—Muchachos, me tengo que ir un ratito. ¿Me hacen el aguante?
Si se para alguna videocasetera, ustedes pónganle play. No quiero que ningún vecino se quede sin ver la película.

Y ahí quedamos Kato y yo, a cargo de una infraestructura en pleno funcionamiento, con la misma responsabilidad operativa que el Chacho Coudet cuando le dieron el banco de Central: intentar que todo siga andando aunque nadie crea que es posible.

Kato sintonizando

Cada tanto una videocasetera hacía clac, se detenía y emitía un suspiro cansado. Y ahí íbamos nosotros, dos pibes con menos formación audiovisual que un televisor blanco y negro, tocando botones con la solemnidad de controladores de vuelo.

Porque no era cuestión de que, por nuestra culpa, una señora del barrio se quedara sin saber si Richard Gere se quedaba al final con la chica.

Finalmente el Ingeniero volvió, nos dio la parabólica desarmada (que pesaba como si adentro llevara un Fiat 600) y nos deseó suerte como quien despide a soldados rumbo a la guerra.

Volvimos y con la ayuda de nuestros ídolos barriales:
El Tokie, que podía arreglar cualquier cosa siempre y cuando se le diera una razón para hacerlo; El Cocho, maestro del equilibrio dudoso; y Willy LU7FIA, radioaficionado de los de verdad, de esos que pueden hablar con un astronauta o con un pescador de Arroyo Seco con la misma naturalidad.

Willy tenía esa paciencia mansa de quien escuchó miles de voces rebotar en la atmósfera y aprendió que detrás de cada ruido hay una historia.

Cada vez que ajustaba un cable o revisaba una ficha, parecía hacerlo con un cariño especial, como si estuviera acariciando la memoria de todas las señales que había capturado en su vida.
Para nosotros, era algo así como un maestro zen del dial...

Entre los cinco subimos a la terraza gajo por gajo, como quien sube un santo a un altar.


Ahí la armamos, la ajustamos con esa mezcla de cariño y torpeza que uno pone cuando arma algo importante sin saber del todo cómo, y empezamos a apuntarla al cielo.

Al principio no enganchaba nada. La girábamos un poco, se caía una arandela.
La girábamos más, aparecía un colombiano predicando la salvación eterna.
La movíamos un centímetro y encontrábamos un noticiero japonés que informaba sobre un tifón que jamás nos iba a afectar pero igual nos preocupaba.
En otro satélite apareció un partido de fútbol con relato árabe, que igual entendimos perfecto porque el lenguaje universal del “casi gol” no necesita traducción.

LU3FRG y LU4FHJ

Y así, en esas noches de terraza, mate lavado y cables al aire, descubrimos que el mundo estaba lleno de señales.

Un montón de transmisiones lejanas a las que uno trata de darle sentido mientras ajustaba tuercas oxidadas.

A veces pienso que la parabólica nunca funcionó del todo bien.
Pero, aun así, nos regaló algo que no sabíamos que estábamos buscando:
esa certeza tan nuestra de que, si uno apunta lo suficientemente alto, alguna señal encuentra.

Y que vale la pena seguir intentando, incluso cuando el dial parece vacío,
porque siempre hay algo esperando ser descubierto, aunque llegue débil y de rebote.

Y todavía hoy, cuando miro al cielo, si la noche está limpia y los perros del barrio no están ladrando al pedo, me parece escuchar a lo lejos la voz del Ingeniero diciendo:

—Muchachos… si se para la videocasetera, pónganle play.

Facu LU6FPJ


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Relatos de Ciencia Ficción con Soldador Frío

Hubo una vez un grupo de muy jóvenes entusiastas de las ciencias y la electrónica.

El cuartel central donde ocurría la magia —o lo que ellos insistían en llamar magia, porque la mitad de las veces no sabían si iba a andar o si iba a explotar algo— era el que bautizaron “el cuarto de la cafeína”.

En realidad, el cuarto de la cafeína no era más que el galpón en la casa de Cocoliso, amigo de el que todos conocían como “el Samurái”. Radioaficionado, curioso y dueño de esa habilidad para soldar que hacía que pareciera fácil lo que no lo era. Esa curiosidad peligrosa, mezcla de ciencia, mate lavado y aburrimiento rosarino, que hace que uno termine investigando cosas que quizás, solo quizás, no figuraban en el manual de uso responsable de la tecnología.

El cuarto de la cafeína

El galpón era un pequeño santuario electrónico: estanterías repletas (Entre otras cosas) de componentes, cables de colores que se enredaban solos, transformadores que daban miedo tocarlos y un olor constante a soldador caliente que, para ellos, era lo más parecido al perfume del conocimiento. Entrabas y sabías que ahí adentro podía pasar cualquier cosa: desde arreglar un handy hasta descubrir, casi por accidente, cómo convencer a una tarjeta de teléfonos públicos de que no había visto nada y que, por lo tanto, podía seguir funcionando sin límite.

Por supuesto, ellos siempre hablaban de “experimentos” que sonaba más científico, más legal, más de National Geographic. Y además evitaba explicaciones incómodas si alguien preguntaba.

Además del Samurái y Cocoliso, estaban varios compañeros más: Pistón Loco, Pixel y Dedo Curioso.
Un elenco estable que parecía sacado de una novela de Fontanarrosa, pero con menos talento literario y muchísimos más destornilladores y códigos fuente.

Cada uno aportaba algo distinto al ecosistema del cuarto de la cafeína:

·        Pistón Loco, que tenía una puntería especial para encontrar el único cable que no había que tocar.

·        Pixel, capaz de desarmar cualquier cosa, incluso cosas que no hacía falta desarmar.

·        Dedo Curioso, un tipo callado pero con esa mirada que indicaba que estaba tres ideas más adelante que todos los demás… o que se estaba acordando de algo que había olvidado quién sabe dónde.

Era un equipo imperfecto, caótico y absolutamente genial. Un grupo que, si lo mirabas desde afuera, parecía que estaban por fabricar un rayo desintegrador para vengar la derrota de Central del ’92, o al menos algo que ameritara la intervención inmediata de los bomberos o la policía.

Pero no eran más que un puñado de pibes curiosos, con una leve tendencia a meter mano donde no correspondía, siempre en nombre de la ciencia, por supuesto.


En ese ambiente se gestó “el descubrimiento”: la revelación técnica que les permitiría hablar por teléfono público sin mirar la hora. Un pequeño ajuste, un golpe de ingenio, un toque creativo que hoy se llamaría hackeo, pero que en aquel entonces —y por cuestiones legales, morales y de supervivencia futura— preferían denominar “una mejora del sistema por observación empírica”.

Muchos detalles de cómo se llegó al éxito me los guardo, tal vez para una segunda parte… o para cuando prescriba todo, viste cómo es. Pero la cuestión es que, en un momento, ya estaban tan embalados que hasta habían logrado cambiar el mensaje del display. Un triunfo tecnológico rotundo, de esos que te inflan el pecho.

Eso sí: lo dejaron como estaba inmediatamente, apenas vieron que funcionaba. No fuera cosa que algún supervisor de la compañía se avivara y empezara a preguntar por qué en vez de “Levantá el tubo” decía “Hola mamá”.

Después vino la etapa de pruebas, esa donde cada uno hizo lo que cualquier joven responsable y sensato haría con un recurso telefónico ilimitado:

·        Algunos probaron llamando a familiares fuera del país, para asegurarse de que el sistema funcionara internacionalmente, pura rigurosidad científica.

·        Otros —los que dominaban bien el inglés, o creían dominarlo— se dedicaron a llamar números al azar en las Islas Malvinas, quizá como un intento personal de relaciones exteriores.

·        Y el resto aprovechó para hablar con la novia, charlar un rato, estirar la conversación y disfrutar de ese lujo impensado en los tiempos en que cada minuto de teléfono costaba más que un choripán en la costanera.

Fue un carnaval de voces, risas y descubrimiento adolescente, Porque, al final, eran apenas un puñado de pibes en un galpón, convencidos de que estaban empujando los límites de la electrónica y la programación…

Pero qué bien que la pasaban, che.



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La noche en que el cielo se encendió (Febrero de 1991)

La noche en que el cielo se encendió (Febrero de 1991)

Era una de esas noches de verano rosarinas: cálidas, tranquilas, con la ciudad envuelta en ese rumor constante de autos, charlas y radios encendidas. Estaba con un par de amigos por Pellegrini y Mitre, justo donde hoy está el hipermercado La Gallega. En ese entonces había allí un local llamado “Yogurt Time”, de esos lugares nuevos, con luces blancas y carteles color pastel, donde uno podía sentarse a charlar y tomar algo fresco.


Recuerdo que hablábamos de cualquier cosa —cosas de pibes, tecnología, música, la radio— cuando, de golpe, se escuchó una explosión seca, profunda, como un trueno metálico que resonó en el aire. Levantamos la vista y lo vimos:

una enorme bola de fuego cruzando el cielo, dejando una estela incandescente que parecía partir el cielo en dos. Fue tan brillante que, por un instante, las sombras en la vereda se movieron, como si el día hubiese vuelto por un momento.

Nos quedamos mudos. Algunos que pasaban también se detuvieron, sin entender qué era aquello. La bola se deshacía lentamente en fragmentos que chispeaban y desaparecían en la oscuridad. Duró apenas unos minutos, pero se grabó en mi memoria como si hubiera ocurrido en cámara lenta.

Las noticias confirmaron la verdad: lo que habíamos visto no era un meteorito ni un avión, sino el reingreso de la estación espacial soviética Salyut 7, desintegrándose sobre el cielo argentino. Me impresionó pensar que, por pura casualidad, habíamos sido testigos de un pedazo de historia espacial cayendo sobre Rosario.

Desde entonces, cada vez que paso por esa esquina y miro hacia arriba, todavía recuerdo aquel instante en que el cielo se encendió y todos quedamos en silencio, mirando cómo una estación espacial se despedía de la Tierra sobre nuestras cabezas.

Facu LU6FPJ

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Entre antenas y amigos: homenaje a LU4FM

Hace algunos años, por pura casualidad, me encontré con un video verdaderamente maravilloso en el canal de YouTube de Roberto Mandracchia (LU4FBU). El material, de un valor histórico incalculable, fue grabado en el campo de antenas del Radio Club Rosario (LU4FM), y transporta a una época muy especial para todos los que vivimos la radioafición con pasión.

El video registra actividades realizadas el último fin de semana de marzo de 1993, probablemente durante el concurso CQ World Wide (WPX), uno de los eventos más emblemáticos del mundo de la radioafición, organizado por la revista CQ. Este concurso internacional desafía a los participantes a realizar la mayor cantidad posible de contactos con prefijos de indicativos distintos, en un lapso de 48 horas. Se celebra en diferentes modos, como SSB y CW, y representa una oportunidad única para conectar con radioaficionados de todo el planeta, poniendo a prueba tanto la técnica como la camaradería.

Aunque nunca participé formalmente en ninguno de estos concursos, disfrutaba muchísimo asistir, observar, y colaborar de alguna manera en esas largas jornadas llenas de energía, antenas, señales, y voces que cruzaban el éter.

Entre las muchas caras conocidas que aparecen en aquel registro se encuentra Javier (LU6FPI), quien me acompañó esa misma madrugada del sábado 27 de marzo de 1993 a tomar un café en una estación de servicio de Villa Gobernador Gálvez. Allí, como una coincidencia más de esas que solo la vida puede armar, nos encontramos con Marcelo (LU3FMM), la misma persona que años antes había pintado el legendario cartel de “ON LINE Software” sobre los vidrios del negocio.

Y así, más de treinta años después, volví a encontrar aquel video casi por azar, y sentí la necesidad de escribir estas líneas como una especie de homenaje al Radio Club Rosario (LU4FM). Porque más allá del tiempo transcurrido, las imágenes, las voces y las memorias siguen vivas, recordándonos lo que significaba —y aún significa— ser parte de esa gran comunidad de apasionados por la radio.

A algunos los recuerdo más que a otros, pero algunos de los que aparecen en el video y cuyos nombres y/o licencias recuerdo son:


Javier LU6FPI - LU9FDG Francisco - Hernán LU3FP - Florentino LU2FYA - José María LU5FAO - Ricardo LU9FIO - Lucas LU1FAM - Jorge LU6FEC  - Roberto LU7FPI - Tony LU2FFD - Alfredo LU8FDZ - Jorge LU7FW - Horacio LU9FIM


Y mis disculpas sinceras a quienes aparecen en el video y cuyo nombre o licencia no logro recordar en este momento. Han pasado muchos años y, aunque las imágenes siguen tan vivas como entonces, algunos detalles se van perdiendo con el tiempo.
A medida que vaya recordando —o que alguien me ayude a identificar a más colegas de aquella jornada— iré actualizando esta publicación para que todos los que fueron parte de ese histórico fin de semana queden justamente mencionados.
Porque, en definitiva, cada uno de ellos formó parte de aquella historia compartida, de ese espíritu de camaradería y pasión por la radio que definía al Radio Club Rosario (LU4FM) en aquellos años.


Facu LU6FPJ 


Actualización, encontré el boletín del Radio Club de ese momento:





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